Andrés Escobar: Minuto 35


Por Hernán Pagani

Destino

Se sabe, hay ciertos momentos, circunstancias que parecen pequeñas o detalles totalmente aleatorios, que tienen el poder oculto de torcer el destino de las personas. Pueden ser milésimas de segundo, en algunos casos, milímetros en otros, o elecciones cuya verdadera dimensión y peso no se advierten en su momento. 

Si uno busca en su propia historia, seguramente los encontrará sin esforzarse demasiado. Y si buscamos en la historia del fútbol, también. Basta un ejemplo cercano. Si aquel domingo frío del 25 de junio de 1978, cuando se jugaban 45 minutos y 14 segundos del segundo tiempo de la final del mundial entre Argentina y Holanda, esa caricia esforzada de Rob Rensenbrik a la Tango Durlast, en lugar de estrellarse contra un poste, encontraba destino de red, otra hubiese sido la historia. Holanda campeón del mundo, algo que hasta hoy no pudo lograr, Rensenbrik el máximo artillero del mundial en lugar de Kempes, y hasta cuestiones extra futbolísticas que tienen que ver con el destino de un país podrían haber cambiado. Pero no. Por centímetros en este caso, 12 para ser precisos, los hechos sucedieron tal como hoy se los conoce.


Andresito

Andrés Escobar Saldarriaga nació en Medellín el 13 de marzo de 1967. Creció en el tradicional barrio Calasanz, desde donde se alcanzan a escuchar los goles como un susurro de multitud, cuando Independiente y Nacional juegan el clásico paisa en el Atanasio Girardot.

Su familia era de clase media. Fue un niño flaco, de mal comer, casi anémico, de esos que obligan a padres dedicados a convertir un tenedor en un Boeing 747 a la hora del almuerzo.

Ya en su colegio, el Calasanz, Andrés comenzaba a destacarse más con la pelota que dibujando un diagrama de Venn o descubriendo si una oración tenía sujeto tácito o predicado verbal compuesto. Así, la pasión que sentía por el fútbol fue esmerilando el anhelo de sus padres Don Darío y Doña Beatriz, que soñaban con un hijo notable en el estudio.

Andrés no terminó su bachillerato en el Conservador y exigente Calasanz. Lo hizo en cambio en el Conrado González, un colegio más laxo, de esos que marcan dando espacio para ponerlo en términos futboleros. Ahí le permitían entrenar a gusto. Y para ese entonces, por los consejos de su hermano Santiago, que ya era futbolista profesional del Atlético Nacional, había modificado su dieta y sometido a un duro plan de gimnasio. 

Se graduó dos años después siguiendo más un mandato familiar que otra cosa, como quien entrega algo para así finalmente despojar de malezas el camino. Y arrancó.


Andrés Escobar y sus primeros años en “el Paisa“


La carrera de Andrés fue un meteoro. Comenzó siendo un volante creativo de muchas condiciones y gran potencial, con ese sello que distingue a los jugadores que conjugan a la vez técnica y altura: la elegancia. Sus actuaciones rápidamente lo llevaron a formar parte de la selección de Antioquía. Carlos ‘Piscis’ Restrepo, quien dirigía la Selección, lo vio jugar y tomó una de esas decisiones, que sin dudas forjó la carrera de Andrés, y sin saberlo, también su final. Explotando sus características técnicas, su salida clara, su altura y su buen juego aéreo, pensó que Andrés sería mucho mejor jugador como zaguero central que como volante. El nuevo puesto le sentaba bien, y Andrés siguió creciendo, física y futbolísticamente. Entonces ya no extrañó que Atlético Nacional pusiera sus ojos en él. Justo en él, que de chiquito iba de la mano de Don Darío todos los domingos a la tarde al Atanasio y se llenaba la garganta hasta explotarla gritando los goles de Tito Gómez, Moncada o Palavecino. 

En 1987, ya con Pacho Maturana al mando del “Verdolaga“, era titular indiscutido. 

Como jugador no respondía al estereotipo clásico del zaguero. No era mal intencionado ni necesitaba levantar la suela o usar los codos como espuelas para imponerse. A la menor falta sobre un rival no dudaba en disculparse. Su formación como volante ofensivo le había dado en cambio una técnica depurada y atípica para un defensa. Era gran amigo y excelente compañero, disciplinado y apegado al entrenamiento como pocos. Esos atributos, le valieron el apodo de “El Caballero del fútbol”. 


Hágale

A fines de la década del 80, Colombia sangraba por causa de una guerra no declarada. Se respiraba pólvora y derramaba sangre en cualquier calle o esquina de los barrios, en la selva amazónica o inclusive hasta en el Parlamento. El negocio de la droga había contaminado todas las napas del estado. La escalada del poder de los carteles de la droga, el fortalecimiento de los grupos paramilitares, de las Farc y el ELN, armaron un cóctel de muerte y corrupción, del que la pelota no pudo quedar excluida.

Los grandes carteles encontraron en el fútbol un salvoconducto para poder blanquear los dólares que bajaban del norte. Que eran muchos. 

Las hormonas que los narcos le inyectaron al fútbol cafetero lo fortalecieron, sirvieron para evitar la fuga de talento criollo y también conseguir contrataciones extranjeras, que hicieron que un fútbol hasta entonces invisible en competiciones internacionales, empezara a asomar la cabeza. 

Los dueños de los carteles se habían apoderado de los mejores equipos: Al América de Cali, lo manejaban los hermanos Rodríguez Orejuela. A Millonarios, Rodríguez Gacha, “El Mexicano“, y a Atlético Nacional y el Independiente Medellín, Pablo Escobar. Ya no era solo un tema de supremacía futbolística lo que se jugaba, también se quería demostrar quién de todos los capos era el más poderoso. 

En este contexto, ser árbitro no era nada fácil. El 15 de octubre de 1989, América de Cali y el Medellín jugaban un partido muy caliente en el Pascual Guerrero. Se impuso el América 3 a 2, con un arbitraje muy polémico de Álvaro Ortega, que no solo no paró de pitar a favor de los Diablo Rojos, sino que a falta de dos minutos para que terminase el partido, le anuló un gol de chilena a Carlos Castro por considerarlo jugada peligrosa. Era el empate... fue el fin de la vida del colegiado. Quince días más tarde sería asesinado de 9 balazos a quemarropa, por orden de Pablo Escobar. “Hágale“, dijo el Patrón. Y se hizo.

Ese mismo año, unos meses antes habían llegado a la final de la Libertadores el Atlético Nacional y Olimpia de Paraguay. Esa vez, fue a Juan Carlos Lousteau al que le tocó padecer en carne propia las amenazas del cartel, que ambicionaba que un equipo colombiano ganase por primera vez una competencia que le venía siendo esquiva. Seguramente Lousteau y su familia sintieron como si un elefante les sacara los pies de encima de sus cabezas cuando Leonel Álvarez, con una tranquilidad asombrosa, hizo viajar la pelota suavemente al palo contrario del elegido por Ever Almeyda. Fue el penal número 18 de una definición para el infarto. El que consumó la hazaña del Atlético Nacional, primer equipo colombiano en ganar la mayor competencia continental, la escurridiza Libertadores. 



Amén de las cuestiones externas, lo cierto es que Colombia empezaba a estar en el mapa futbolístico mundial por la aparición de una legión de jugadores que desbordaban talento. A la columna vertebral de Nacional, formada por Higuita, Escobar, Álvarez, Perea y Usuriaga, se sumaron talentos como El Pibe Valderrama, Freddy Rincón o Arnoldo Iguarán, que llevaron a Colombia a jugar en 1990 su segundo mundial de la historia, después de la única y lejana participación en Chile 1962.

De la mano de Pacho Maturana, su participación en el mundial de la mejor canzone de todos los mundiales fue muy buena. La Etrusco Único se gastó de tanto rodar por el piso mientras el Cole, el Birdman criollo no paraba de agitar sus alas frenéticamente. Y Colombia llegó hasta octavos después de un épico empate en el minuto 92 ante Alemania, con un pase quirúrgico del Pibe y la sutil definición de Rincón entre las piernas de Bodo Illgner. El empate puso justicia, esa que tanto faltaba en la Colombia de aquellos años aciagos.




El centro de la muerte

Con la base de la selección de los 90, recargada con nuevas figuras como El Tino Asprilla, el Tren Valencia y el Gordo Valenciano la generación dorada agigantaba su resplandor e ilusionaba cada vez más. Así, Colombia llegó al mundial 94 con un paso arrollador por las eliminatorias, con la rúbrica de aquel estruendoso 5-0 contra Argentina en el Monumental que se escuchó en el mundo entero. Andrés Escobar, estuvo al margen de esos partidos por una lesión en la rodilla, pero después de una recuperación tan esforzada como disciplinada quedó a las órdenes de Maturana, que finalmente lo convocó para jugar el Mundial de EEUU.

Andrés y sus compañeros viajaron portando una valija muy pesada. Llevaban la ilusión de un país que se había aferrado como abrojo a una selección que por primera vez llegaba como candidata a ganar un mundial, tal como los mismos Pelé y Cruyff lo habían declarado. 

En el debut las cosas no resultaron como se esperaban. De la mano de un George Hagi inspirado, La Tricolor cayó sin atenuantes ante Rumania y el jenga empezó a temblar. 

Como suele ocurrir cuando la expectativa es muy grande, y un equipo no está a la altura o la suerte no acompaña, las críticas llovieron impiadosamente. Y los carteles, que habían apostado fortunas a favor de Colombia, empezaron a jugar su partido. El clima en el Hotel Marriot de Fullerton era espeso.

En la mañana tensa del mismo día en el que Colombia se jugaba una final frente a EEUU, Maturana y “Bolillo“ Gómez recibieron una amenaza en su habitación. Si ponían a “Barrabás“ Gómez, hermano del Bolillo, en el once titular, sus familias corrían peligro. 

El 22 de junio en el Rose Bowl de Pasadena, los colombianos jugaban mucho más que un partido de fútbol. Como era previsible, Barrabas no estuvo ni en el banco: contra Rumania había sido el último partido de su carrera profesional. Con tanta presión sobre sus espaldas, a los dirigidos por Maturana los botines les parecían de plomo. Más aún cuando pasaban los minutos y, obligados a ganar, no podían romper el cero a pesar del dominio. 

En el minuto 35 Mike Sorver profundizó un ataque por el “callejón del 10“, y sacó un centro de zurda y con rosca cargado de estricnina. Andrés Escobar se tiró con los dos pies para adelante intentando impedir que el balón llegue a Eric Wynalda, pero no hizo más que introducirlo en su propio arco a pesar del esfuerzo de Oscar Córdoba emulando a Neo de Matrix. Justo él, que nunca en toda su carrera había marcado un gol en contra. El centro de la muerte esta vez sería literal. Colombia, terminó perdiendo 2 a 1, y así la selección que llegó para ser primera, fue la primera pero en irse del mundial de fútbol más insípido de la historia.

Andrés, que tenía programado un viaje con su familia para conocer Las Vegas, entendió que no era momento de hacerlo. Prefirió volver al país con Maturana y algunos de sus dirigidos porque como buen caballero, sentía la necesidad de dar la cara. 



A la orden, Patrón

A los pocos días, Escobar escribe una columna en el periódico El Tiempo, a la que titula “Nos faltó Berraquera“ donde luego de hacer una fuerte autocrítica termina diciendo:

“Por favor, que el respeto se mantenga... Un abrazo fuerte para todos y para decirles que fue una oportunidad y una experiencia fenomenal, rara, que jamás había sentido en mi vida. Hasta pronto porque la vida no termina aquí“, sentenció con candor.

La noche del viernes 1 de julio, Andrés Escobar sintió que el duelo había terminado. 

Le propuso a Pamela, su novia, salir de rumba, como dicen por allá. Pero ella prefirió quedarse en casa a descansar ya que al día siguiente tenían planeado un paseo por el suroeste antioqueño. Escobar se encontró entonces en la discoteca Pádova con sus amigos Rojo y J.J. Galeano, para despejar un poco esa cabeza que giraba como un trompo alrededor de ese maldito autogol.

La reconstrucción de esa noche es muy confusa. Como suele suceder con los crímenes donde convergen famosos, poder y narcos, el camino de la verdad y la justicia es un laberinto plagado de equívocos, mentiras y trampas que hacen que encontrar la salida sea una utopía.  

Lo que sí está claro es que Andrés estuvo en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Esas pequeñas decisiones o circunstancias a las que aludimos al principio, lo llevaron a cruzarse esa noche con los hermanos Gallón Henao, dos narcoterroristas que formaron parte de los Pepes, los mismos que unos meses antes habían acabado con la vida de Pablo Escobar en un tejado de Medellín. 

-Te queremos felicitar por el Bonito Autogol que marcaste- le dijeron con tono burlón. Y lo hostigaron toda la noche, quizás reclamándole por alguna millonaria apuesta perdida. O quizás simplemente por la fiesta fácil, el ron y el aguardiente. 

Andrés, aconsejado por sus amigos, cruzó algún que otro insulto, pero logró mantener la calma no sin exigir respeto.

Eran las 3.30 de la madrugada del sábado 2 de julio, cuando decide retirarse de Pádova. Un minuto antes o uno después y probablemente el desenlace hubiese sido otro. Lo esperaba un contrato con el Milan, por pedido de Capello para reemplazar nada menos que a Baresi. Lo esperaba Pamela para casarse en Noviembre.  Pero no: nada retrasó ni apuró su retirada que tuvo lugar exactamente a las 3.30. Ya en el sector del estacionamiento, mientras se subía a su Honda Civic plateado, se cruzó nuevamente con los hermanos Gallón, que volvieron a burlarse de él insultándolo por enésima vez. Andrés, cansado, responde también con insultos. 

-No sabes con quien te estás metiendo- fue lo último que escuchó. De la portentosa Land Cruiser negra de los narcos, se bajó Humberto Muñoz, su chofer y guardaespaldas, sin mediar orden alguna. No hacía falta. Esa orden ya estaba implícita en una estructura de poder criminal e impunidad que funcionaba como los engranajes del mejor reloj suizo. Humberto se acercó con silencio cobarde por detrás del Honda y vació con furia el cargador de su revólver calibre 38 en el cuello de Andrés Escobar.

Colombia despertó esa mañana hundida en el dolor. Más de 100 mil almas fueron a despedirlo al Coliseo Iván de Bedout. Ese día en Medellín, un río de lágrimas caudaloso fluyó en lugar del habitual río de sangre.

Entre la multitud doliente estaba el entrenador Carlos Piscis Restrepo que aún hoy sigue dirigiendo. Y que suele repetir como un mantra, ante quien quiera oírlo, que los buenos volantes deben jugar en su posición natural, siempre.



Comentarios

  1. Muy buena la historia. La había escuchado. Pero este relato es excelente. Gracias, Augol!!!!!

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  2. Excelente relato desde el principio al fin. Felicitaciones.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Increíble historia y atrapante relato de comienzo a fin. Felicitaciones !!! E.F.

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  5. Tremendo relato! Por mas que la historia sea conocida, nos mantiene en suspenso esperando que el final sea distinto, como en esas películas que vimos muchas veces y siempre esperamos que termine de otra manera.

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