Fabián O’Neill: De copas y Caños

Fabián O’Neill: De copas y Caños



Pedro Lespada

De las innumerables maneras que hay de clasificar a los seres humanos, la más empobrecedora quizá, sea la de dividirlos en ganadores y perdedores. Esta forma de parcelar el mundo dibuja una realidad muy poco estimulante y arroja sobre ella la indigencia ética y estética de quien la sostiene. Considerar que entre quien gana y quien pierde hay una diferencia sustancial equivale a ignorar que esa divisoria está trazada no pocas veces por el azar, lo fortuito, lo involuntario y, a menudo, la injusticia. Basta que alguien se describa a sí mismo como ganador para que nos suscite un íntimo rechazo. Si esta historia fuera contada por alguien así, con toda seguridad diría que trata sobre un perdedor.

Fabián O’Neill nació el 14 de octubre de 1973 en Paso de los Toros, Tacuarembó, Uruguay. Lo llamaban “El mago”, apodo casi obligado para los talentosos de cualquier deporte. Fue, es, un personaje frecuentado por periodistas deportivos y costumbristas, famélicos de historias taquilleras. Se anudan en él fútbol y alcohol, dos elementos que juntos, suscitan inmediato interés. Repugna, sin embargo, la actitud de falsa complicidad, de confianza impostada con que lo abordan en los varios reportajes que circulan en la red. Fútbol y alcohol lo ganaron de chico: mientras se curtía en los potreros de Paso de los Toros, en los prostíbulos en que purgaban su soledad viajantes y camioneros tomaba caña con coca. A los 9 años de edad probó su primer trago y no paró más. De grande le agregó su afición por el juego. Es el arquetipo del talento malogrado, echado a perder en la mesa de los bares y los locales de apuestas. Los pocos registros fílmicos atestiguan que era un jugador habilidoso y lo ensalzan más por lo que uno supone que por lo que realmente ve. Es tarea casi imposible no evaluar sus jugadas a la luz de su condición de alcohólico crónico. Vemos una gambeta, inmediatamente pensamos “era alcohólico”, imaginamos sus noches insomnes al calor del whisky, contamos mentalmente las ausencias recurrentes a los entrenamientos, ponderamos sin ningún rigor que si jugaba así dando esa ventaja, qué no haría con disciplina y entrenamiento para, finalmente, conjeturar una genialidad que nunca tuvo la oportunidad de plasmarse en la realidad. Es de esos genios incontestables porque tienen todas las virtudes que les asigna nuestra fantasía y que jamás podrán ser desmentidas por los hechos. Zinedine Zidane, con quien coincidió en la Juventus en el 2000 y el 2001, no es ajeno a esta forma de razonar. Dicen que dijo, o le hicieron decir, que O’Neill fue el mejor de todos con los que jugó, a despecho de los apenas 28 partidos en los que participó con la Vecchia Signora sin haber convertido ningún gol. Tal vez lo crea sinceramente; después de todo, uno de los mejores jugadores de la historia puede imaginar con más autoridad que nadie. O tal vez sea apenas una exageración inocente, una muestra de altruismo para abonar el mito. Las estadísticas son austeras: en su carrera, que abarcó diez años entre 1993 y 2003 con las camisetas de Nacional, Cagliari, Juventus, Perugia y la Selección de Uruguay, jugó 245 partidos y convirtió 34 goles. Aun cuando no tenemos registros de sus asistencias, no son números que impresionen en un volante ofensivo.  De todos modos, al verlo  jugar, uno tiene la sensación de que él jugaba otro partido. Sería fácil decir que contra él mismo, aceptando el lugar común del talento desbocado que lucha contra sus propios demonios. Pero la verdad es que nunca se opuso resistencia. Sin grandes aspavientos aceptó mansamente su lenta forma de demolerse. Más que los goles que no hizo y las hazañas que no protagonizó, lo definen dos episodios menores pero que, a su modo, son como modestas notas al pie de página en la historia del fútbol.

Los clásicos entre Nacional y Peñarol son las periódicas batallas que admite la ciudad de Montevideo. Más sosegados que los Boca-River, concentran la atención de los orientales que ostentan con orgullo su condición de clásico más antiguo del mundo fuera de las islas británicas. Ante cada edición se impone una única obligación: ganarlo. El 6 de agosto de 1995 Fabián O’ Neill salió a jugarlo con una ambición que condensa toda su trayectoria y, acaso, su vida. Faltando poco para el encuentro en el Estadio Centenario con las dos hinchadas ya hiréndose con la punzante lírica de las canciones de cancha rioplatenses, le dijo a su compañero, Martín Parodi, que había que meter un par de caños. Éste le contestó que se dejara de boludeces, que había que ganar el partido. El Mago le explicó entonces el lado pragmático del asunto y el que menos le interesaba. Le dijo que si metía dos caños la secuencia sería, caño, foul, amonestación, caño, foul, expulsión, y con un jugador más, el triunfo.

A Nicolás Rotundo, un volante áspero que ganó después 6 títulos con Peñarol, le tocó debutar en ese clásico jugando de 3, condenado a coincidir con O’Neill por el sector izquierdo de su defensa. El técnico, Jorge Fossati, le había dado dos o tres recomendaciones claras y precisas para afrontar la complicada parada, que pasaron a engrosar el listado de tácticas y estrategias fallidas del fútbol. A los 14 minutos del primer tiempo, Rotundo  hace lo que seguramente Fossati no prescribió: corre hacia O’Neill  que viene con pelota al pie, y derrapa con las dos piernas hacia adelante. El caño entró tan limpio como rigurosa fue la patada que le respondió.  Unos minutos después, la escena parece calcada. Caño y patada. Amarilla para Rotundo. Con parte del objetivo cumplido, el mago decidió completar la tarea. Pensó además, que dos pueden ser una casualidad pero que tres constituyen ya una serie. En el minuto 30 lo desborda a Rotundo por la derecha del ataque bolso, la pelota pasa por entre las piernas pero O’Neill no. Roja y expulsión. El resto del partido O’Neill no hizo mucho para evitar que Peñarol ganara 1 a 0 con diez jugadores. Tres caños, una derrota.



El 9 de mayo de 1999 se repite la historia. Ya en Italia jugando para el Cagliari, enfrenta a la Salernitana cuyo volante central era Gennaro Gattuso. Se cuenta que le anticipó a su compatriota, Paolo Montero, que le metería dos caños y que éste le advirtió del carácter hostil de Gattuso. Quizá no sea más que un anacrónico agregado posterior para darle color al relato. Gattuso era entonces sólo un joven de 19 años con una temporada en el Rangers escocés donde jugó en forma esporádica sin mayor brillo. Tres veces el italiano se juega a interceptar un pase que a último momento se aborta y deviene toque sutil por entre sus piernas. Gattuso termina el partido sin maltratar al mago. Cagliari gana 3 a 1. Tres caños, un triunfo.



Así como los hombres se clasifican de varias maneras, los caños sólo de dos. Nadie sabe bien en qué consiste la diferencia pero cuando suceden, esa diferencia es evidente. Están los caños en que uno se identifica con el que lo ejecuta desde la admiración. En ellos hay belleza y respeto por el rival. Y están los caños en los que uno se identifica con el que abrió las piernas desde la compasión. Son éstos compadradas destinadas a la humillación del otro. O’Neill los ejecutaba como esa pincelada cuya necesidad sólo el pintor ve y que, a la postre, diferencia una mera pintura de una obra de arte.

Diez años duró su carrera y en el 2003, antes de cumplir los 30, con los intervalos de sobriedad cada vez más espaciados e incapaz de seguir simulando que era un jugador profesional, se retiró  y volvió a su Paso de los Toros natal sin nada de los 14 millones de dólares que había ganado. Mujeres rápidas y caballos lentos, suele decir en forma arcaica y brutal. Estragado por la cirrosis, atiende una verdulería y se dedica, además de a tomar, a querer a su esposa y a su hijo. En un video se lo ve en un reportaje en que le preguntan qué rescata de la vida. Se vuelve, señala el horizonte del atardecer en su pueblo y dice: “eso, ver el sol cuando cae, las cosas importantes…” Suele pasar el tiempo con un vaso de whisky barato siempre con tres cubos de hielo. Tres. Y vagamente piensa que la vida, como el fútbol, es algo muy complejo, profundo y valioso como para concebirla sólo en términos de triunfo o derrota.



Comentarios

  1. Respuestas
    1. Gracias. Me alegro que está pequeña historia haya incluido en tu ánimo, Gastón

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  2. El futbol es felicidad. Gracias Gastón, abrazo de Augol.

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