Las leyes del azar


Pedro Lespada

“¿Por qué el juego ha de ser peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, como el comercio, por ejemplo?. Es cierto  que de cada cien hombres sólo gana uno. Pero a mí ¿qué más me da?” Fiodor Dostoievski, El Jugador

La suerte es una presencia insoslayable en todo análisis acerca de la justicia o injusticia de un resultado deportivo. Pero el hecho del que daremos cuenta no tiene que ver con una pelota que pega en el palo o con el resbalón de un arquero. Trata de un episodio singular de la relación entre el fútbol y los juegos de azar que se alimentan de él. El 6 de mayo de 1984 Racing de Córdoba y Ferrocarril Oeste protagonizaron un partido que por trámite, importancia y posiciones de los equipos, estaba llamado a ser sólo un renglón en un listado estadístico. Sin embargo, es único en la historia del fútbol mundial. Y puede ser apenas una curiosidad o uno de esos intersticios que nos dejan adivinar el revés de la trama de que está hecho el mundo.

Los juegos de azar en cualquiera de sus variantes son una de las formas en que el hombre moderno intenta trabar relación con la fortuna o el destino. Todos hemos sentido alguna vez ese vértigo que nos pone fuera del espacio y del tiempo mientras la bola erra alocada en la ruleta o esperamos la carta que nos falta en la mano de póker. El jugador es un ser paradójico. Perdidas las riendas de su vida, sometido a compulsiones y fuerzas que escapan a su voluntad, asume que podrá domesticar el azar desentrañando las secretas leyes que lo rigen. La martingala, la corazonada, la obstinación en un número determinado, el ruego a media voz, los talismanes y las cábalas son los salvoconductos en que cifra su esperanza. A veces, gasta sus horas en una precisa mesa de ruleta, los ojos fijos en el croupier, procurando develar la clave que relaciona cada gesto con el número posterior. No quiere enterarse de que el azar se define precisamente por la ausencia de todo patrón, de toda serie reglada. Pero, ¿qué pasaría si al jugador le dan la chance de sustraerse de las inaccesibles leyes de lo aleatorio y de tomar en sus manos la asignación del número en que caerá la bola? Al plantel de Racing de Córdoba en el año 1984 le fue dada esa chance.

El Prode era el juego de pronósticos deportivos que, junto con el turf y la quiniela, canalizó durante la década del 70 y los primeros 80 la propensión de los argentinos al juego cuando no existían bingos y el casino estaba reservado a los meses estivales en Mar del Plata. Consistía en acertar el resultado de trece partidos: local, empate o visitante. Eran diez de Primera División y tres del Ascenso. El cálculo de probabilidades indica que acertar trece lances, cada uno de ellos con una posibilidad sobre tres, es extremadamente difícil. Todos creían que esa dificultad podía reducirse tanto como acabados fueran sus conocimientos de fútbol, y  jugaban boletas con desaforada esperanza. Pero el saber no transita los caminos de la adivinación, como amargamente comprobamos los que caímos en esa simpleza, luego de reiterados fracasos en los que alcanzamos, apenas una vez, los nueve puntos. El premio solía ser millonario dado que  los pozos se iban acumulando cuando no había ganadores, algo habitual. El domingo 6 de mayo de 1984 por la noche se jugó el partido que cerraba la fecha y el único que se transmitía en vivo por televisión, en el estadio de Instituto de Córdoba donde Racing de esa ciudad hizo de local frente a Ferro. Era la 6ta fecha de un torneo con un total de 38. Un partido que no tenía nada de especial salvo un hecho lateral que convertía un simple encuentro de fútbol en otra cosa: el plantel de Racing de Córdoba había jugado una boleta de Prode y había acertado los doce resultados previos.  Sólo restaba su propio partido en el que habían puesto la cruz en el casillero “local”. Por esta única vez en la larga historia del azar, la suerte estaba entera, en las manos del jugador. El pozo: 1.700.000 dólares.

En el precalentamiento se notaba la inquietud en cada uno de los futbolistas de Racing. Parecían pura sangre nerviosos en la ceremonia previa a la apertura de gateras. Sus movimientos ampulosos, eléctricos, contrastaban con la serena disposición de los jugadores de Ferro, trabajados por la sabia mano de su técnico, Carlos Timoteo Griguol. Hubo un partido. Hubo un golazo de Gasparini con un sombrero  a Fantaguzzi al borde del área con la derecha y un remate con la zurda antes de que la pelota cayera que dejó parado a Ferrero. Hubo el empate de Ferro en el primer tiempo con cabezazo de Cúper ante la salida en falso del arquero Serrano. Hubo una segunda mitad en que el tiempo cordobés, de natural morosidad, se aceleró, en que los minutos se pisaban unos a otros, en que cada segundo empezaba sin que hubiera terminado el anterior y el partido se moría en un empate inalterable. El DT Pedro Marchetta, gritaba desde el banco, los suplentes movían sus brazos como aspas dando indicaciones, los que estaban en el campo empezaban a errar pases inexplicables. El tiempo se acababa y el jugador, como si hubiera sido repentinamente atacado por el mal de Parkinson, no acertaba a depositar  la bola en el número apostado. En el minuto 85, el árbitro cobra una falta inexistente de Gomez, el 4 de Ferro, que le había ganado limpiamente la posición a Oyola. Tiro libre para Racing al borde de la medialuna. Los minutos, que hasta entonces se atropellaban para pasar del futuro al pasado, se quedaron quietos de pronto en un presente inmóvil en que el jugador con la ficha entre sus dedos queda suspendido justo antes del no va más. El encargado de ejecutar el tiro es Roberto Gasparini, excelso pateador, como había quedado demostrado en el primer gol. Pita el árbitro, dos jugadores de Racing que están en la barrera se abren, Gasparni le pega por ahí al palo del arquero, pero en cuanto sale la pelota del pie, todos saben que no va a ser. Le pega  mordido, sin mucha fuerza y la última bola de la noche se escapa de los dedos del jugador y se va irremisiblemente hacia el arrabal de la docena más lejana. La pelota se dirige a las manos de Ferrero pero el azar, demuestra una vez más que sus leyes son oscuras e inaccesibles a los hombres. Pica en la línea de cal que delimita el área chica, se levanta inopinadamente un metro y medio y se mete arriba. Gol. Corrida desbocada de Gasparini buscando a Marchetta y abrazo con todos. Gol carajo. De ahí al final fue como un sueño de dientes apretados defendiendo lo que creyeron una olímpica tocada de culo a la suerte, al azar, a la fortuna a la que doblegaron por su sola voluntad. El partido terminó con el resultado 2 a 1 a favor de Racing y todos, titulares, suplentes, cuerpo técnico, utileros, allegados se abrazaron, gritaron. Los jugadores de Ferro se fueron sin entender el motivo por el cual su derrota en la sexta fecha y sin nada importante en juego todavía, había desatado esa locura desmesurada. No sabían que esa derrota valía 1.700.000 dólares. Un montón de guita.


Mientras tanto, a más de 700 kilómetros de ese festejo desproporcionado e inexplicable para cualquier observador imparcial, en una casa de ladrillos sin revocar de Lomas de Zamora, un obrero metalúrgico volcaba el vaso de vino tinto Termidor con soda sobre el mantel de hule de la mesa del comedor, gritaba “ganamos, mierda” y se abrazaba con su esposa y sus dos hijos mientras los ojos se le anegaban de lágrimas.  En las afueras de Mendoza un tipo que no cabía en sí mismo de alegría, llamaba por teléfono a un compañero de oficina de la Municipalidad y le decía “ganamos, Toto, ganamos, carajo” y lo invitaba a mandar a la mierda el laburo. En el barrio de La Paternal de Buenos Aires, un jubilado se agarraba el pecho con sus dos manos porque el corazón había decidido recibir con una taquicardia festiva su condición de nuevo rico. Y así, en La Boca, en Moreno, en Paraná, en San Miguel de Tucumán, en Las Armas, en Villa Insuperable,  en total 94 lugares del país, uno por cada boleta ganadora.  Por esa vez habían ganado casi los cien de los que habla Dostoievski en nuestro epígrafe.

Ignorantes de eso y creyéndose únicos, después del partido organizaron una cena de festejo en una parrilla a la que fueron con sus familias. En el auto, Vivanco escuchó lo de las 94 boletas ganadoras. Ya en la parrilla, ajeno a los abrazos, las risas y los comentarios, fue a la barra del local pidió un papel y un lápiz. -Quiere una calculadora? -  le preguntó el mozo. -Mejor- le contestó. Se sentó en una silla separado del resto y, con dedos nerviosos, hizo un par de cuentas. En la apuesta del plantel de Racing de Córdoba, habían participado casi 40 personas. Las matemáticas, más previsibles que el juego, les asignaron a cada uno menos de 500 dólares. Se quedó mirando el resultado como hipnotizado. El Pato Gasparini se le acercó y palmeándole la espalda, le preguntó si le pasaba algo. –Nada- le dijo. -Para el asado alcanza-.

Comentarios

  1. Las historias se ponen cada vez más entretenidas. Dichosos nosotros los lectores.

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  2. Excelente!
    Justo hace poco salió un documental sobre aquel suceso increíble, que pareció guionado.
    Pero sin la calidad narrativa de este. Además, con testimonio fílmico! Impecable!

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    1. Así es Santiago. Coincidimos temporalmente con ese corto. Muchas gracias por tus comentarios, como explicamos más arriba, nos motivan a seguir investigando y contando más historias.

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