Me mata el limón


Gonzalo Osorio

Corría el año 1985. 
Se jugaba la eliminatoria mundialista para México 86. Instancia final para estar presente, se jugaba. Y en esa época, instancia final en Sudamérica significaba una sola cosa: matar o morir.

La selección uruguaya se tenía que medir frente a su par chilena en el último enfrentamiento del triangular para la clasificación a la cita máxima. La serie se completaba con la selección ecuatoriana, pero el mano a mano fue entre orientales y trasandinos. Los ecuatorianos ya estaban afuera.
El fixture indicaba que el último partido se jugaría en Montevideo. Y Uruguay necesitaba la victoria para clasificar.
El partido se jugó un domingo 7 de abril en el Centenario. Colmado estaba. Pero no como uno imagina a un estadio colmado. Esto era una situación fuera de la lógica. Infundía miedo el Centenario. Clasificar al Mundial, en ese momento, era construir una gesta de la que solo habían sido parte aquellos locos, héroes y dementes del 50 y del 70. Uruguay venía de revés en revés. Y en 1985 sobraba equipo para México. 
Pero por sobre todo, sobraba locura.
Locura para realizar uno de los actos más conmovedores, trascendentes, emotivos y precisos de la historia del fútbol.
En ese momento la sociedad uruguaya venía de un triunfo importante: había recuperado la democracia hacía casi un mes. Sin embargo, como el fútbol lo es todo, el Mundial era un eslabón más para la alegría del pueblo.
Vamos al fóbal. A la acción del Centenario.
Arranca el partido y la apertura del marcador vino de la mano del lateral uruguayo José Batista con un soberbio tiro libre en el arco de la Colombres. Estéril fue el vuelo del guardameta trasandino Roberto Rojas.
Pero antes de finalizar la primera mitad, una falta cometida al delantero chileno Carlos Caszely, terminó en un penal que Jorge Aravena transformó en el 1 a 1.
Sin embargo, con el Centenario en silencio pero esperanzado, llegó el 2 a 1 a favor de Uruguay. Una infracción sobre Francescoli finalizó en un penal convertido por Venancio Ramos.

Ilustración: Sergio Pisani

Hasta el final fue todo nervios. Los alcanzapelotas "desaparecieron", los once uruguayos se lesionaban ante cada tero que volaba (de esos hubo y hay cientos en el Centenario, bravos, malhumorados y guapos) y los chilenos haciendo lo que podían, que era poco. Desesperados, desamparados, desahuciados, y todos los “de” que se te ocurran. Mientras tanto dos países enteros sufrían. Uno a la espera del final que parecía no llegar más. El otro, a la espera de un milagro. ¿De un tiro libre de Aravena, tal vez? Del que se aseguraba era uno de los mejores pateadores de tiro libre de la historia. Un arma mortal. Un sanguinario de la larga distancia, apodado “El Mortero”.
Y llegó. A poco de finalizar el encuentro, el árbitro argentino Carlos Espósito cobró tiro libre para la visita a pocos metros del área. La situación soñada para los chilenos. Era como si a un león le pongan frente a sí, a una cebra renga.
Se pararon los relojes, las respiraciones, el Armagedon amenazaba a Uruguay.
El chileno Aravena entonces, acomodó el balón y el estadio quedó en silencio. El Mundial estaba muy cerca pero también muy lejos. Sin embargo, en ese momento hubo un individuo con la lucidez necesaria para cambiar la historia: Venancio Ramos. Sí, el mismo que puso el 2 a 1 de penal. Y que demostró que su picardía no era solamente por la punta derecha. Su picardía tenía de protagonista a un limón, uno de los tantos que se tiraron ese día por la parcialidad uruguaya como forma de revancha por lo acontecido en Chile en la ida, y que estaban esparcidos en el medio del terreno. 
Fueron cerca de 60 segundos desde que se cobró la falta hasta que Aravena la ejecutó. 60 segundos en los que a lo largo y a lo ancho de la República Oriental del Uruguay no se cebó un solo mate por primera vez en la historia.
Un país estaba en stand by. Menos Venancio. El astuto Venancio. Que supo ver más allá. Que imagino el Mundial de México como ningún otro. Que supo que el pasaje dependía de ese limón. 

Fue entonces que el infalible Aravena tomó carrera sin imaginar que el artiguense Ramos, de manera heroica y certera, arrojaría el limón a la velocidad de un crack del béisbol norteamericano y movería la pelota. Sí, la movió justo antes de que el ídolo de la Roja haga contacto con el esférico. ¿El resultado? ¡Un disparo a las nubes! Lejos del arco defendido por Rodolfo Rodríguez. Lejos del dolor para un pueblo. Un pueblo de tres millones de uruguayos que se había paralizado. 
Doce años de ausencia a la cita máxima se daban por concluidos. Y la Celeste volvía a los Mundiales.
Gracias a sus jugadores, a su garra y a su… puntería.


Comentarios

  1. "60 segundos en los que a lo largo y a lo ancho de la República Oriental del Uruguay no se cebó un solo mate por primera vez en la historia"...Excelente!

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